jueves, 25 de marzo de 2010

El sistema fiscal de la Iglesia. Los impuestos recibidos por la Iglesia.

La Iglesia tenía un papel fundamental en la vida social entre la rutina y la ignorancia popular. Toda función vital y acto social estaba presidido por ritos religiosos. Las fiestas populares, el arte y la cultura giraban en torno a la iglesia y los elementos del estamento eclesiástico eran sinónimo de caridad, socorro, beneficiencia y remedio. Tocar al Ángelus o a Animas eran sonidos diarios en las campanas de cualquier población y el signo de la cruz presidía cualquier actividad cotidiana. En épocas de sequía, granizo, heladas, plagas, hambre, peste y ante cualquier calamidad se acudía a la celebración de ceremonias religiosas o a la protección de los santos buscando remedios y esperanzas de solución. Era el recurso a lo sobrenatural cuando las circunstancias se escapaban del control de lo conocido. Los ilustrados se mostraron hostiles a este estamento, cuyos individuos formaban parte como población regular de más de cuarenta órdenes religiosas distintas, ya que consideraban a sus elementos como población improductiva y por el contrario titulares de derechos, privilegios y rentas que no generaban riqueza para la nación.


La Iglesia, como institución, era receptora de impuestos que servían para mantener materialmente al estamento eclesiástico y para costear las ceremonias de culto. Las rentas cobradas por la Iglesia sufragaban los gastos derivados del mantenimiento de los edificios religiosos y de las actividades asistenciales y de beneficiencia. Recordemos, igualmente, que la Iglesia y la jerarquía eclesiástica eran grandes protectores del arte y de la cultura, actuando como mecenas de artistas.


La participación de la Corona en las cuantiosas rentas del estamento eclesiástico y en los impuestos recibidos por la Iglesia siempre fue el deseo de los monarcas. A lo largo de la Edad Moderna fueron consiguiendo esta participación a través de la cesión de las llamadas Rentas de Gracia que fueron el Subsidio de galeras, las Tercias Reales y la renta del Excusado. Cuando la situación de las arcas reales lo necesitaba la Corona no dudó en imponer a las instituciones y a las jerarquías eclesiásticas la suscripción de Juros.

Las rentas de la Iglesia procedían principalmente del cobro de los diezmos. Los diezmos eran cantidades que se detraían anualmente del producto bruto agrícola. Si se obtenían de los frutos de la tierra, eran los diezmos llamados reales o prediales y si se aplicaban a los salarios o beneficios derivados del trabajo los diezmos recibían el nombre de personales. Los diezmos mixtos gravaban las cosechas y las utilidades derivadas del ingreso de rentas en dinero. Los diezmos prediales recibían el nombre de diezmos mayores cuando se cobraban sobre los cereales y sobre los cultivos más extendidos en una zona, los diezmos menores eran los que recaían sobre productos menos extendidos y los diezmos verdes eran los que se cobraban por los productos de huerta y por los obtenidos de los árboles frutales. El pago del diezmo recaía sobre los habitantes seculares y sobre los miembros del clero secular. El clero regular de comunidades religiosas no estaba sujeto al pago del diezmo.

A pesar del nombre del impuesto la parte que se percibía no siempre era un décimo de lo cosechado valorado en su precio, pues podía variar el porcentaje de la cantidad a diezmar según el lugar y el producto de que se tratara, igualmente los productos sujetos a cobro de los diezmos variaban de unos lugares a otros. Por lo tanto, el diezmo no era un impuesto uniforme ni en su importe, ni en las producciones sobre las que se aplicaban.

Los diezmos podían ser cobrados por párrocos, por comunidades monásticas, por obispos y por otras autoridades eclesiásticas. Los laicos podían cobrar diezmos bien porque los habían comprado o se habían apropiado de ellos como protectores y benefactores de iglesias o como patronos y titulares de instituciones dedicadas a la beneficiencia o a labores asistenciales. El pago del diezmo se realizaba en especie y los productos diezmados eran recogidos por el cobrador o por el administrador de los frutos diezmales y entregados a los interesados. Los pagos de los diezmos eran apuntados en los libros de las Tazmias. Entre los encargados de llevar la contabilidad de los pagos estaban los párrocos que enviaban las Tazmias al Contador General de los Diezmos, que dependía del Arzobispado.

Una vez cobrado el diezmo el clero tenía libertad para venderlo. Esto era especialmente grave en el diezmo del trigo, sobre todo en las épocas de hambruna, pues el trigo se podía vender en otros lugares donde el precio fuera más elevado y de este modo quitar a la comunidad local unos recursos imprescindibles en años de carestía.

En el año 1821 se intenta, por primera vez, suprimir el diezmo. En 1837 se acordó, de nuevo, la supresión de este impuesto eclesiástico que tendrá lugar definitivamente en 1840 y sustituido por una Contribución de Culto y Clero, acordada definitivamente como modo de financiación de la Iglesia en el Concordato entre la Iglesia y el Estado del año 1851.

La masa diezmal recaudada era dividida en tres partes, cada una denominada Tercia. Cada Tercia se dividía, a su vez, en tres partes con lo que la cantidad diezmada estaba, finalmente, dividida en nueve partes. Las Tercias Reales, cuyo cobro se concedió a la Hacienda Real como Gracia de la Iglesia para con la Corona, correspondían a tres novenos de la masa diezmal, luego reducidos a dos novenos y se aplicaba sobre todo y de modo casi general al diezmo de granos y corderos.

La obras y el mantenimiento de las catedrales y de los edificios religiosos eran sufragados con el Noveno Pontificio, que era el noveno que la Iglesia consigue quitar de las Tercias Reales. La pérdida de esta parte de las Tercias por la Corona será compensado con nuevas participaciones que la Hacienda Real va consiguiendo, a lo largo de los siglos XV y XVI, de las rentas impositivas de la Iglesia.

La recaudación de La Primicia completaba los pagos que por el concepto de diezmo recibía la Iglesia. El diezmo de la Primicia lo tenía que pagar cualquier persona que “labre siembre y recoja frutos”. Este diezmo consistía en el derecho de la Iglesia a percibir entre el 1,5% y el 2,5% de los primeros frutos de la tierra y del ganado. En algunos lugares sólo se aplicaba a la agricultura y, sobre todo en Castilla, a la cosecha de los cereales.

Otros impuestos que cobraba la Iglesia eran el Terzuelo en lugares de ordenes religiosas y el Voto del Señor Santiago. El Voto del Señor Santiago era un tributo anual que se recaudaba entre los habitantes de Galicia, León y parte de Castilla en beneficio de los Canónigos de Santiago de Compostela. Probablemente, fue un impuesto creado por Ramiro II de León en agradecimiento a la victoria en la batalla de Simancas contra Abderramán en el 939. Este impuesto fue suprimido por las Cortes de Cádiz. Este impuesto consistía en la entrega de una cuartilla de grano de la mejor especie por cada yunta de mulas. Como no estaba claro sobre quien recaía el pago y, efectivamente, lo hacían los que trabajaban la tierra y no los poseedores de yuntas de mulas quedaban excluidos del pago los eclesiásticos y los nobles.

Muchas poblaciones también pagaban anualmente una cantidad para el mantenimiento de los Santos Lugares.

Para terminar este repaso de los impuestos recaudados por la Iglesia, no podemos olvidarnos de las Bulas. Las bulas eran Documentos Pontificios con distintas finalidades como absolución de pecados, gracias e indulgencias para vivos y difuntos, redención de penas y concesión de privilegios e indulgencias para conseguir la salvación. Así, por 200 maravedís podía sacarse a un alma del purgatorio.

A través de las bulas la Iglesia y la Corona, como beneficiaría por la cesión de parte de esta renta, recibían gran cantidad de ingresos. Las Bulas y su cobro generaron una administración y un sistema de oficios propios lo que aumentó la burocratización de la hacienda y creó una estructura administrativa cuyos gastos recaían sobre los que pagaban impuestos.


Entre las bulas que se recaudaban y administraban en el reino de Castilla la más importante como fuente generadora de ingresos era la Bula de la Cruzada. Esta Bula se predicaba con la intención de conceder a los fieles una serie de gracias para evitar la condenación a cambio de sus limosnas. Su predicación comienza en el año 1456 y los Reyes Católicos ven en ella la posibilidad de tomar fondos que les permita continuar su lucha para terminar con la Reconquista del Reino de Granada. En el año 1479 consiguen del Papa Sixto IV el reconocimiento del carácter de Cruzada de la lucha contra el infiel que aún vive en España y de este modo la participación económica en los ingresos obtenidos por la Iglesia con esta bula. En 1482 se empieza a predicar la Bula por toda Castilla. La Bula de la Santa Cruzada tenía aportaciones de 2, y 4 reales.

Las recaudaciones estaban organizadas por el Comisario General de la Cruzada, que era el Presidente del Consejo de Cruzada y que representaba los intereses de la Corona. La recaudación de las limosnas solía encomendarse a mercaderes que realizaban los oportunos anticipos a la Hacienda Real mediante contratos de arrendamiento.

Para difundir y predicar los beneficios de las bulas y luego venderlas existía una organización de bulderos formada por predicadores, receptores y tesoreros, que se desplazaban por toda Castilla.

Las Bulas fueron uno de los pocos impuestos que se recaudaban en toda España. Era difundida por los predicadores antes de la Cuaresma, en enero y febrero y se tenía que pagar, en agosto, después de la cosecha. Muchos municipios tenían como oficio del ayuntamiento al comisario de bulas, encargado de su cobro, y al repartidor de estos documentos. Ambos recibían un sueldo que procedía de los bienes propios del concejo de la población.

Además de la Bula de la Cruzada, cuyos importes iban destinados a las arcas reales, existían distintos tipos de bulas, cuyos ingresos recibía la Iglesia, y cada una de ellas tenía propiedades y características distintas. Había una Bula Común de Vivos, con valor de 2 y 8 reales, llamada así porque sus gracias aprovechaban sólo a vivos de cualquier edad, sexo y condición que no fueran ilustres pues estos debían comparar la Bula de Ilustres que tenía mayores precios y llegaba en Castilla a valer 12 reales. Otros tipos de bulas eran las de difuntos que se compraban a nombre del fallecido para redimirle de penas del purgatorio y las que concedían el indulto apostólico para consumir carne en Cuaresma y todos los viernes del año. Esta Bula era de tres clases, según su valor, y su precio era de 36, 12 y 2 reales de vellón. Existía una Bula llamada de Composición que servía para perdonar y justificar partidas o ganancias que se habían tenido por caminos inicuos y se podían tomar hasta cincuenta bulas. Otras bulas consistían en un pago que daba permiso para consumir vino, manteca de cerdo y productos lácteos durante la Cuaresma y que debían comprar también los eclesiásticos. Las bulas para obtener indulgencias y redenciones de las penas del purgatorio tenían un valor de 12 reales para ilustres y de 2 reales y 16 maravedís para los demás.


Los valores que se han dado para las bulas se refieran a Castilla, pues en cada reino las bulas tenían diferentes precios. El precio de las bulas era muy bajo en Castilla en relación con los que tenían en otros reinos de la península, además hay que tener en cuenta que en Castilla los pagos se hacían en vellón en tanto en los demás reinos la moneda que circulaba era el real de plata.La recaudación por ingresos procedentes de la venta de la bula fue descendiendo a lo largo del siglo XVIII ya que el número de bulas vendidas cada vez era menor. En 1787 fue de algo más de 22 millones de reales y a finales del siglo XVIII la cantidad recaudada ascendió a poco menos de 7 millones de reales. Este descenso en la recaudación es un reflejo de los cambios sociales y da muestras de la perdida de influencia de una religiosidad teñida de miedo e ignorancia. La existencia de las bulas se mantendrá hasta el siglos XX cuando serán suprimidas por el Concilio Vaticano.


A pesar del esfuerzo que suponía el pago de las cantidades del diezmo y el de las destinadas a satisfacer el resto de impuestos a la Iglesia, los obligados a satisfacer estos impuestos lo hacían sin pensar en la posibilidad de no cumplir con estos pagos. La explicación a esta situación es sencilla si pensamos en el dominio socio-económico del estamento eclesiástico y en la influencia cultural e ideológica de la religión, a lo que podíamos añadir el miedo y el temor que infundía la Iglesia a través de las predicaciones de los castigos divinos. Además la obligación de contribuir al sustento material de la Iglesia estaba implícita en la condición del “buen cristiano”.


El primer intento de supresión de diezmos y primicias, como ya se ha mencionado, tiene lugar en el año 1837 cuando se decide la nacionalización de los bienes y de las rentas del clero secular, pero la caída de Mendizábal supone que esta reforma se paralice hasta 1840. En 1840 se fija una primera Contribución de Culto y Clero en una cantidad de 105,4 millones de reales, a cubrir por los pueblos, que debían costear el culto parroquial y un repartimiento de unos 75 millones a costear por las provincias. En 1844, se renueva esta Contribución fijándola en 159 millones, que se obtienen de la venta de los bienes desamortizados y de los ingresos por la Bula de la Cruzada. En 1849 se reorganiza el pago de esta Contribución y en 1851 desparecen definitivamente todos los impuestos eclesiásticos y es el estado el que se encarga de mantener a la Iglesia a través de los ingresos de la hacienda estatal.

Durante el siglo XIX la Iglesia, como consecuencia de un proceso de secularización, va a ir perdiendo su primacía cultural e ideológica sobre la sociedad y paralelamente a ello los procesos desamortizadores de los bienes y rentas en las llamado manos muertas causarán la pérdida del poder económico del estamento eclesiástico y de las órdenes religiosas.


Durante los siglos XIX y XX la progresiva pérdida de influencia social, económica y religiosa de la institución eclesiástica se irá haciendo cada vez más patente, igualmente las relaciones entre la Iglesia y el Estado no serán siempre fluidas. Los gobiernos, según su orientación ideológica, tomarán la relación institucional con la Iglesia y su mantenimiento económico como baza política y la confesionalidad y la no confesionalidad condicionarán la influencia ideológica de la doctrina de la Iglesias en la mentalidad de la sociedad.

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